30 Años Después, La Lucha Zapatista Continúa
Nuevas amenazas han complicado, pero no extinguido, el experimento revolucionario mexicano en Chiapas.Cuando los zapatistas anunciaron el desmantelamiento de su sistema político en octubre de 2023, muchos se apresuraron a declarar muerto al emblemático movimiento anticapitalista mexicano. Pero no se trataba de un final, sino de un nuevo comienzo. La serie de comunicados que siguieron inauguró una transformación del autogobierno zapatista — que cobró vida con el levantamiento de 1994 — para descentralizar aún más el poder y comunalizar el uso de la tierra. Treinta años después de alzarse en armas, el movimiento sigue reinventándose para perseguir la democracia, la igualdad y la autodeterminación. Cuando varios miles de personas se reunieron en las montañas neblinosas de Chiapas en Nochevieja para celebrar el aniversario, los rebeldes indígenas demostraron que siguen siendo una fuerza a tener en cuenta, así como una inspiración para muchos en todo el mundo.
En la última hora de 2023, cientos de hombres y mujeres uniformados con sus simbólicos pasamontañas negros aparecieron de la oscuridad ante una multitud de espectadores deslumbrados y marcharon solemnemente antes de estallar en danza. La celebración tuvo lugar en la misma tierra que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) arrebató a los grandes terratenientes en la histórica noche del 1 de enero de 1994, cuando tomaron siete ciudades de Chiapas. Revolviéndose contra 500 años de opresión colonial, campesinos mayas enmascarados y con armas improvisadas exigieron tierras, autogobierno y la democratización del país. En un momento en que las élites mexicanas celebraban la firma del TLCAN y el capitalismo disfrutaba con la supuesta muerte de todas las alternativas, el ejército sin rostro fue una chispa de esperanza para muchos en la izquierda.
Tras ganarse rápidamente las simpatías nacionales y mundiales, los rebeldes obligaron al estado a entablar conversaciones de paz, poniendo por primera vez la soberanía indígena en la agenda de México. Pero el estado no era de fiar. Hartos de sus promesas vacías en medio de una insidiosa campaña para aplastarlos, los zapatistas acabaron por alejarse de los canales institucionales de poder. Empezaron a construir la vida que querían de forma autónoma al estado.
Producto de un encuentro histórico entre los campesinos indígenas de México y los marxistas-leninistas urbanos, el EZLN revitalizó la práctica maya de la democracia comunitaria, en la que la asamblea de un pueblo es el núcleo del autogobierno local. Estableció un sistema político autónomo en el que las asambleas locales enviaban delegados a los niveles superiores de autoridad — los de los municipios y las «juntas de buen gobierno» regionales — para coordinar a las comunidades repartidas por un tercio de Chiapas. Rechazando todos los servicios sociales del estado, históricamente opresor y paternalista, construyó sus propias instituciones de justicia, educación, salud y economía, y demostró que «otro mundo es posible», aquí y ahora.
Aunque hoy en día los zapatistas rara vez aparecen en los titulares, nunca han renunciado a construir una alternativa emancipadora, desafiando tanto al estado mexicano como al capital global.
En noviembre de 2023, en un acto de autocrítica pública, los zapatistas anunciaron que el sistema original que establecieron no funcionaba. Fracasó, dijeron, en asegurar la prioridad de la asamblea comunitaria, y por tanto del pueblo, en los tres niveles de gobierno. La jerarquía se coló en las mismas estructuras diseñadas para desarmarla, sustituyendo la democracia radical por una pirámide de poder. Como escribió el movimiento en uno de sus últimos comunicados:
El principal problema es la maldita pirámide [que el sistema autónomo se ha convertido]. La pirámide fue separando a las autoridades [municipales y regionales] de los pueblos … No bajan tal cual las propuestas de autoridades a los pueblos, ni tampoco llegan a las autoridades las opiniones de los pueblos. … Se estaba cayendo ya en querer decidir ya ellas, las autoridades…
Para corregir esta inadvertida inversión del flujo de poder, los zapatistas decidieron invertir la pirámide. Las tareas que antes se realizaban a nivel municipal y regional están ahora en manos de las comunidades y sus estructuras locales de autonomía. Los niveles superiores siguen existiendo, pero con un ámbito más estrecho y autoridad disminuida para la toma de decisiones.
Aunque todavía está por ver cómo funcionará el nuevo sistema en la práctica, los seguidores del movimiento aplauden la medida. Como me dijo en San Cristóbal Paco Vásquez, miembro de Promedios, una ONG que trabajó estrechamente con los medios de comunicación zapatistas en los primeros años tras el levantamiento: «Tenemos que reconocer la profunda valentía de una organización que escuchó a sus bases y reconoció que creó un sistema que no funcionaba …. Para la mayoría de las organizaciones sería muy difícil reconocer sus errores, y mucho menos públicamente.» Para los zapatistas, la revolución es un proceso de ensayo y error sin fin.
Son igual de audaces y creativos cuando se trata de los desafíos externos que apenas han disminuido a lo largo de los años. Conmocionado por el levantamiento, el estado mexicano utilizó todas las herramientas que tenía a su disposición para atacar al movimiento: desde invadir directamente los territorios zapatistas, hasta entrenar a paramilitares despiadados, cooptar a los miembros del movimiento con ayuda social o enfrentar a las comunidades indígenas entre sí. Los zapatistas se están reinventando ahora, al menos en parte para hacer frente al legado vivo de la campaña de contrainsurgencia que el estado ha llevado a cabo durante años.
Uno de los comunicados recientes del movimiento anunciaba intrigantemente que la tierra ocupada en 1994 no pertenecerá a nadie. Proclamaba que la propiedad privada es la raíz del despojo, la violencia y la destrucción medioambiental a la que se enfrentan las pueblos indígenas de México y más allá, por lo que la tierra se mantendrá «en común». Como me dijo una fuente anónima del movimiento, trabajar «en común» no es una práctica nueva para los zapatistas. Similar a la práctica de autogobierno comunal de los pueblos indígenas que precedió y evadió al estado durante mucho tiempo, la propiedad comunal de la tierra con el derecho de uso individual de las familias es una tradición que ha sobrevivido a siglos de colonialismo. Mientras las familias zapatistas trabajan parcelas individuales para consumo personal, diversos tipos de cooperativas — colectivos de producción de alimentos, tiendas, incluso bancos — son la base de la economía autónoma. Como me explicó una integrante en el Encuentro de Mujeres organizado por los zapatistas en 2019, estos proyectos se gestionan colectivamente de forma rotativa y sus ingresos sirven para mantener instituciones autónomas como la educación, la salud o los gastos de las autoridades.
Lo que parece novedoso en el anuncio, entonces, es que mientras antes el «común» era practicado sólo por los miembros del movimiento, ahora los rebeldes invitan a otros a unirse. Partes de las tierras tomadas en 1994 serán ahora trabajadas por turnos tanto por zapatistas como por no zapatistas, permitiendo a estos últimos compartir las ganancias del levantamiento sin unirse al movimiento y asumir los compromisos que esto conlleva. Expresando un sentimiento común, Vásquez espera que el nuevo enfoque pueda abordar uno de los principales retos a los que se han enfrentado los zapatistas desde 1994: las violentas disputas por la tierra. La instigación de conflictos por la tierra dentro y entre las comunidades ha sido un sello distintivo de la campaña de contrainsurgencia del estado mexicano para erosionar la base de apoyo del movimiento. Treinta años después, sigue fomentando el desplazamiento, el despojo y la división de comunidades enteras.
Desde diciembre de 2019, un grupo de hombres que se autodenominan los «40 invasores» se han ido apoderando poco a poco de la comunidad zapatista de Nuevo San Gregorio. Una de las muchas comunidades formadas en la tierra recuperada en 1994, contaba con su propia escuela y centro de salud autónomos, con 155 hectáreas de tierra trabajadas colectivamente por miembros zapatistas de 10 comunidades cercanas. En 2022, los invasores — muchos de ellos familiares, amigos y ex compañeros de armas de las víctimas — habían ocupado la mayor parte del territorio autónomo, cercando a las familias zapatistas restantes en media hectárea de tierra, cortándoles el acceso a los medios de subsistencia e implementando una prolongada campaña de terror para obligarlas a salir. Los zapatistas han buscado el diálogo — no han usado las armas desde 1994 — ofreciendo un uso colectivo de la tierra. Pero ha sido en vano. Los invasores parecen saber que nadie controlaría sus fechorías. Como explicó Dora Roblero, directora del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba), el estado es responsable de intervenir para detener las agresiones y los desplazamientos. Sin embargo, a pesar de la atención prestada al caso por la sociedad civil local y las organizaciones de derechos humanos, el gobierno ha hecho la vista gorda ante un acto masivo de despojo a plena luz del día.
Nuevo San Gregorio es sólo uno de los últimos capítulos de la larga historia de violencia a la que ha dado lugar la guerra contrainsurgente del estado. Poco después del levantamiento, el gobierno mexicano se dio cuenta de que utilizar la violencia directa contra los zapatistas — ya fuera a través de fuerzas militares o paramilitares — era demasiado perjudicial para su imagen pública. En su lugar, el estado recurrió a formas más sutiles de enfrentarse a la resistencia, utilizando programas de asistencia social para cooptar y dividir a los indígenas que se negaban a apoyar a los principales partidos políticos del país. Dada la política zapatista de rechazo total a los fondos gubernamentales, el uso contrainsurgente de la ayuda sembró divisiones dentro y entre las comunidades. La tierra estuvo en el centro de estos cismas, ya que el gobierno alentó y permitió a los no zapatistas y a los ex zapatistas reclamar — a menudo violentamente — los territorios recuperados por los rebeldes en 1994.
Las cosas han cambiado poco desde que Andrés Manuel López Obrador, conocido como AMLO, tomó posesión como presidente en 2018. Bajo su mandato, dos miembros zapatistas han sido detenidos bajo cargos falsos, uno de ellos torturado y retenido ilegalmente durante casi tres años entre rejas. Los ataques armados y las ocupaciones de tierras siguen impunes, incluso mientras 13 nuevos cuarteles de la Guardia Nacional han surgido a través de Chiapas. Los programas de ayuda social introducidos por AMLO siguen desmovilizando a los zapatistas y a otras comunidades en resistencia. Aún utilizados para comprar lealtad por parte de las autoridades estatales y locales, crean discordia entre quienes deciden aceptarlos y quienes no.
Aunque los analistas locales de la situación en Chiapas se cuidan de no acusar al gobierno de AMLO de un esfuerzo sistemático para socavar al movimiento, los correos filtrados de la Secretaría de la Defensa Nacional de México (SEDENA) muestran que los zapatistas son la organización más espiada del país, junto con otras amenazas percibidas como «cárteles de la droga, grupos de feministas, padres de niños con cáncer [y] defensores de la tierra». Los militares parecen estar particularmente preocupados por el potencial del EZLN para interrumpir los megaproyectos de infraestructura de AMLO, como el tristemente célebre Tren Maya, que el movimiento y sus aliados han denunciado por destruir los ecosistemas y las formas de vida de las comunidades indígenas. A pesar del discurso progresista de AMLO, el ejército no ha hecho más que aumentar su poder y militarizar más el país. En Chiapas, ya traumatizado por la guerra contrainsurgente del estado, más soldados han significado más violencia. Para las comunidades en resistencia — tanto los zapatistas como muchos otros que también están comprometidos en luchas autónomas — esto ha significado más adversarios que enfrentar.
En la madrugada del 17 de diciembre de 2015, Antonio (seudónimo por motivos de seguridad) se unió a otros residentes del Ejido Tila, en el sur de Chiapas, junto con su esposa y sus tres hijos, para tomar el ayuntamiento. Mientras la policía se retiraba ante una multitud abrumadora, los residentes indígenas derribaron el edificio de tres plantas y quemaron triunfalmente todos los documentos que encontraron en su interior. Afirmaron la autonomía del pueblo sobre el gobierno municipal.
Esta acción formaba parte de la lucha legal de décadas de los habitantes del pueblo para recuperar 130 hectáreas de tierras de propiedad comunal de las que se había apoderado ilegalmente el municipio. A pesar de una sentencia legal a favor del ejido, la victoria sólo llegó con el acto físico de la expulsión del gobierno local corrupto que se mantuvo en el poder durante más de una década mediante el fraude y la violencia. Aunque los habitantes del Ejido Tila no se autodenominan zapatistas, consultaron y obtuvieron el apoyo del EZLN y del Congreso Nacional Indígena (CNI), afiliado al EZLN. Como me dijo Antonio cuando lo conocí en el aniversario, él y sus compañeros han ido construyendo una autonomía basada en el mecanismo tradicional de toma de decisiones de la asamblea, con un sistema de justicia autónomo y servicios municipales autoorganizados. Hoy, el Ejido Tila es una de las muchas comunidades de todo México que persiguen un proyecto similar al de sus compañeros enmascarados.
El gobierno nunca regresó al Ejido Tila, pero el territorio sigue siendo disputado de forma violenta. Una noche de octubre de 2023, Antonio y otros miembros de la comunidad estaban celebrando una reunión en un edificio de asambleas cuando oyeron disparos fuera. Después de que un disparo no le alcanzara por unos centímetros, Antonio se tiró al suelo, intentando esquivar las balas que seguían entrando. Aunque nadie murió en ese ataque, el 12 de enero, el mismo grupo armado llamado Karma — Antonio y sus compañeros afirman que son «narcoparamilitares» — habría asesinado a Carmen López Lugo, ex funcionaria del Ejido Tila. Sólo 12 días antes de su muerte, López Lugo, miembro del CNI, asistió al aniversario zapatista junto con Antonio.
Karma, como afirman los residentes del Ejido Tila, es una nueva entidad armada con vínculos con el gobierno local, el crimen organizado y una organización paramilitar reagrupada originalmente formada por el estado en 1995 para luchar contra los zapatistas. Esta confluencia de múltiples intereses detrás del asesinato es el nuevo paisaje que las comunidades en resistencia tienen que navegar en todo Chiapas. Como advirtieron los zapatistas en 2021, el estado está «al filo de la guerra civil». Además de los innumerables nuevos grupos armados que luchan por la tierra, las oportunidades económicas y el poder político, Chiapas ha visto la llegada de dos grandes cárteles de la droga, que compiten violentamente por las rutas de tráfico de drogas y migrantes en aparente coordinación con las fuerzas de seguridad del estado.
Roblero del Frayba no tiene duda de que este estado de guerra en el que se encuentra Chiapas es consecuencia directa de la contrainsurgencia de los años noventa. Los ex paramilitares — que nunca han sido debidamente desarmados ni llevados ante la justicia — reaparecen ahora con nuevos nombres y rostros, actuando con la misma impunidad que antes. Independientemente de otras formas en que el gobierno pueda estar implicado en esta explosión de violencia, para Roblero, el estado es cómplice por mera inacción. Y así, las luchas por la autonomía siguen enfrentándose a la contrainsurgencia, 30 años después del levantamiento zapatista.
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